Aquel parecía un viernes como otro cualquiera. Tras volver
del trabajo y comer algo, me marché a clase.
Las primeras horas fueron
desesperantes, apenas podía mantenerme despierto. El recreo se me pasó volando,
ya que disponíamos de un tiempo muy escaso.
La siguiente clase que tenía era la única que me interesaba,
pero, no por la materia en si, sino, por quien la impartía.
Su nombre era María. No sabría explicaros el por que me
atraía, ya que, a simple vista, era una mujer normal y corriente. Alta y de
buen cuerpo, con el pelo rubio largo y con el flequillo completamente recto.
Había
algo en ella que me atraía pero tenía tres puntos en contra. En primer lugar,
era mi profesora, en segundo lugar, me sacaba diez años y por ultimo, tenía pareja.
Mientras ella daba su explicación yo no podía dejar de mirar sus labios. Me
invitaban a besarlos aun a sabiendas de que eran fruta prohibida.
María y yo
éramos más que profesora y alumno. Se podría decir que éramos amigos, pero yo
necesitaba algo más.
Descubrimos muchas cosas en común y el dialogo fluía entre
nosotros haciendo que nos uniéramos mucho, pero siempre manteniendo las formas
delante de los demás para evitar comentarios.
Recuerdo que coincidimos ese fin de semana y nos alojamos en
el mismo hotel. Fue en ese momento cuando ocurrió todo.
Entré en el hotel y tras recibir la llave de mi habitación,
subí y me la encontré en el pasillo.
Estuvimos hablando un buen rato y cuando le pregunté si había
ido con su pareja su cara se tornó triste. No quiso explicarme lo que le pasaba
en ese momento pero accedió a contármelo esa misma noche. Me dijo que su
habitación era la 115 y que a las diez de la noche me pasara por allí.
Tal y como lo habíamos hablado, a las diez de la noche
estaba en su puerta y llamé. Ella me invitó a entrar y comenzamos a charlar. Al
parecer, ella tenía indicios de que su pareja le estaba siendo infiel. Le cogió
el móvil y encontró un mensaje de una chica un tanto extraño.
A medida que me contaba la historia, de sus ojos brotaban
unas finas lagrimas, las cuales, inconscientemente, comencé a secar con mis
manos mientras le sujetaba la cara. Le estuve aconsejando y durante unos
instantes me quede en silencio mirándola a los ojos. Mis ojos se desviaron a
sus labios y ella se dio cuenta, pero en vez de decir nada, se lanzó a darme un
beso. Los besos pronto pasaron a ser más intensos hasta el punto de sentir como
me mordía los labios. Sentía como no podía controlar mi cuerpo. Desabroché
lentamente los botones de su camisa y comencé a besarla por el cuello. Poco a
poco mi boca fue descendiendo hacia su pecho mientras le desabrochaba el
sujetador.
Esa noche conseguí que nos hiciéramos uno solo y demostré
que el amor es imposible solo cuando creemos que es así. Nosotros mismos
ponemos las barreras sin darnos cuenta.
© Pedro Ibáñez Béjar.
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